Cuentos

LA BELLA DURMIENTE

En un país muy lejano nació una encantadora princesita a la que llamaron Aurora.
Cuando la bautizaron sus padres invitaron a todas las hadas del bosque, menos a una, por un lamentable olvido.

Las hadas presentes se acercaron a la cuna de la princesita para regalarle una gracia cada una.
—Tu belleza será el asombro del mundo –dijo la primera.
—Será bondadosa y sabia –le dijo la segunda.
—Nadie será tan inteligente y sabia como tú –sentenció la tercera.

Justo en el instante en que empezaba la cena apareció, furiosa, el hada Maléfica, aquella que no había sido invitada.
—Veo que no soy bien recibida en este palacio, pero también traigo mi regalo y voy a conceder algo a la recién nacida. Cuando la princesa cumpla quince años se pinchará con una aguja de tejer y morirá.


Todo se quedaron paralizados y en silencio.
En ese momento, la más joven de las hadas, que aún no había concedido un don a su ahijada, trató de romper el maleficio:
–—No será una muerte, sino un profundo sueño de cien años en el que caerá la hija del rey.
El rey, que quería preservar a su hija querida de la desgracia, dio la orden de que fueran quemados todos los husos del reino.
En la joven se cumplieron todos los dones de las hadas, pues era bella, discreta, cordial y comprensiva, de tal manera que todo el mundo que la veía la quería.
Sucedió que en el día en el que cumplía precisamente quince años, los reyes no estaban en casa y la muchacha se quedó sola en palacio. Entonces escudriñó todos los rincones, miró todas las habitaciones y cámaras que quiso y llegó finalmente a una vieja torre.

Subió la estrecha escalera de caracol y llegó ante una pequeña puerta. En la cerradura había una llave oxidada, y cuando le dio la vuelta, la puerta se abrió y en el pequeño cuartito estaba sentada una vieja con un huso que hilaba hacendosamente su lino.
—Buenos días, anciana abuelita –dijo la hija del rey–. ¿Qué haces?
—Estoy hilando –contestó la vieja, meneando la cabeza.
—¿Qué cosa tan graciosa es eso que salta tan alegremente? –dijo la muchacha, cogiendo el huso y queriendo también hilar.
Apenas había tocado el huso, se cumplió el conjuro y se pinchó con él en el dedo.


Justo en el instante en que empezaba la cena apareció, furiosa, el hada Maléfica, aquella que no había sido invitada.
—Veo que no soy bien recibida en este palacio, pero también traigo mi regalo y voy a conceder algo a la recién nacida. Cuando la princesa cumpla quince años se pinchará con una aguja de tejer y morirá.

Todo se quedaron paralizados y en silencio.
En ese momento, la más joven de las hadas, que aún no había concedido un don a su ahijada, trató de romper el maleficio:
–—No será una muerte, sino un profundo sueño de cien años en el que caerá la hija del rey.
El rey, que quería preservar a su hija querida de la desgracia, dio la orden de que fueran quemados todos los husos del reino.
En la joven se cumplieron todos los dones de las hadas, pues era bella, discreta, cordial y comprensiva, de tal manera que todo el mundo que la veía la quería.
Sucedió que en el día en el que cumplía precisamente quince años, los reyes no estaban en casa y la muchacha se quedó sola en palacio. Entonces escudriñó todos los rincones, miró todas las habitaciones y cámaras que quiso y llegó finalmente a una vieja torre.

Subió la estrecha escalera de caracol y llegó ante una pequeña puerta. En la cerradura había una llave oxidada, y cuando le dio la vuelta, la puerta se abrió y en el pequeño cuartito estaba sentada una vieja con un huso que hilaba hacendosamente su lino.
—Buenos días, anciana abuelita –dijo la hija del rey–. ¿Qué haces?
—Estoy hilando –contestó la vieja, meneando la cabeza.
—¿Qué cosa tan graciosa es eso que salta tan alegremente? –dijo la muchacha, cogiendo el huso y queriendo también hilar.
Apenas había tocado el huso, se cumplió el conjuro y se pinchó con él en el dedo.


En el preciso momento en que sintió el pinchazo, cayó sobre la cama que allí había y se sumió en un profundo sueño.
Y el sueño se apoderó de todo el palacio; el rey y la reina, que acababan de llegar y habían entrado en el salón real, empezaron a dormir y toda la corte con ellos.

Se durmieron también los caballos en el establo, los perros en el patio, las palomas en el tejado, las moscas en la pared, e incluso el fuego que chisporroteaba en el fogón se calló y se durmió, y el asado dejó de asarse y hasta el cocinero se durmió. El viento se calmó y en los árboles delante de palacio no se movió una hoja más.

Alrededor del palacio comenzó a crecer un gran murallón de espinos que cada día se hacia más grande, y finalmente cubrió todo el palacio.
Los arbustos crecieron tanto por encima del castillo que no se podía ver nada de él, ni siquiera la bandera del tejado.
Por el país corrió la leyenda de la Bella Durmiente del Bosque, que así llamaban a la hija del rey, de tal manera que de tiempo en tiempo llegaban hijos de reyes y querían penetrar en el castillo a través de la maleza.
Pero no era posible, pues las espinas los sujetaban como si tuvieran manos, y los jóvenes se quedaban allí prendidos, casi no se podían librar y debían retirarse para no sufrir una muerte atroz.


Pasados muchos años llegó un príncipe al país y oyó cómo un anciano hablaba del murallón de espinas y decía que detrás debía haber un palacio en el cual la maravillosa hija del rey, llamada la Bella Durmiente, dormía desde hacía cien años, y con ella dormían también el rey y la reina y toda la corte.
Él sabía también por su abuelo que habían venido muchos hijos de reyes y habían intentado atravesar el cerco de espinas, pero que casi se habían quedado allí prendidos y estuvieron a punto de tener un triste final.
A esto dijo el joven:
—No tengo miedo, yo quiero entrar y ver a la Bella Durmiente.
El buen anciano le quiso hacer desistir de su empeño, pero él no hizo caso alguno de sus palabras.
Habían transcurrido ya los cien años, y había llegado el día en el que la Bella Durmiente tenía que despertar.
Cuando el hijo del rey se aproximó al cerco de espinas, no había más que grandes y hermosas flores que se hacían a un lado por sí mismas y le dejaban pasar indemne. Una vez que hubo pasado, se volvieron a transformar en cerco.

En el patio de palacio vio a los caballos y a los perros de caza tumbados, durmiendo; en el tejado estaban las palomas, que habían escondido la cabecita bajo el ala.
Y cuando llegó a la casa, las moscas dormían en la pared, el cocinero todavía tenía la mano como si quisiera agarrar un pinche y la sirvienta estaba sentada ante el gallo negro que tenía que desplumar.

Siguió adelante y en el salón vio a toda la corte tumbados y durmiendo, y en el trono estaban durmiendo
el rey y la reina.


Avanzó más y vio que todo estaba tan silencioso que podía oír su propia respiración; finalmente llegó a la torre y abrió la puerta del pequeño cuarto en el que dormía la Bella Durmiente.

Allí yacía ella, y era tan hermosa, que no pudo apartar la mirada, se inclinó y le dio un beso.

En el preciso momento en que sintió el pinchazo, cayó sobre la cama que allí había y se sumió en un profundo sueño.
Y el sueño se apoderó de todo el palacio; el rey y la reina, que acababan de llegar y habían entrado en el salón real, empezaron a dormir y toda la corte con ellos.

Se durmieron también los caballos en el establo, los perros en el patio, las palomas en el tejado, las moscas en la pared, e incluso el fuego que chisporroteaba en el fogón se calló y se durmió, y el asado dejó de asarse y hasta el cocinero se durmió. El viento se calmó y en los árboles delante de palacio no se movió una hoja más.

Alrededor del palacio comenzó a crecer un gran murallón de espinos que cada día se hacia más grande, y finalmente cubrió todo el palacio.
Los arbustos crecieron tanto por encima del castillo que no se podía ver nada de él, ni siquiera la bandera del tejado.
Por el país corrió la leyenda de la Bella Durmiente del Bosque, que así llamaban a la hija del rey, de tal manera que de tiempo en tiempo llegaban hijos de reyes y querían penetrar en el castillo a través de la maleza.
Pero no era posible, pues las espinas los sujetaban como si tuvieran manos, y los jóvenes se quedaban allí prendidos, casi no se podían librar y debían retirarse para no sufrir una muerte atroz.


Pasados muchos años llegó un príncipe al país y oyó cómo un anciano hablaba del murallón de espinas y decía que detrás debía haber un palacio en el cual la maravillosa hija del rey, llamada la Bella Durmiente, dormía desde hacía cien años, y con ella dormían también el rey y la reina y toda la corte.
Él sabía también por su abuelo que habían venido muchos hijos de reyes y habían intentado atravesar el cerco de espinas, pero que casi se habían quedado allí prendidos y estuvieron a punto de tener un triste final.
A esto dijo el joven:
—No tengo miedo, yo quiero entrar y ver a la Bella Durmiente.
El buen anciano le quiso hacer desistir de su empeño, pero él no hizo caso alguno de sus palabras.
Habían transcurrido ya los cien años, y había llegado el día en el que la Bella Durmiente tenía que despertar.
Cuando el hijo del rey se aproximó al cerco de espinas, no había más que grandes y hermosas flores que se hacían a un lado por sí mismas y le dejaban pasar indemne. Una vez que hubo pasado, se volvieron a transformar en cerco.

En el patio de palacio vio a los caballos y a los perros de caza tumbados, durmiendo; en el tejado estaban las palomas, que habían escondido la cabecita bajo el ala.
Y cuando llegó a la casa, las moscas dormían en la pared, el cocinero todavía tenía la mano como si quisiera agarrar un pinche y la sirvienta estaba sentada ante el gallo negro que tenía que desplumar.


Siguió adelante y en el salón vio a toda la corte tumbados y durmiendo, y en el trono estaban durmiendo
el rey y la reina.
Avanzó más y vio que todo estaba tan silencioso que podía oír su propia respiración; finalmente llegó a la torre y abrió la puerta del pequeño cuarto en el que dormía la Bella Durmiente.


Allí yacía ella, y era tan hermosa, que no pudo apartar la mirada, se inclinó y le dio un beso.